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La belleza típicamente estadounidense y el encanto natural de Rock Hudson lo convirtieron en una de las mayores estrellas de la década de 1950, tanto en comedias románticas con Doris Day como en melodramas con Douglas Sirk, donde su capacidad para evocar profundidad bajo la perfección superficial creó personajes cautivadores. Su posterior trabajo en televisión y su valiente lucha pública contra el SIDA lo transformaron de ídolo de matiné a respetado defensor, mientras que sus revelaciones póstumas sobre su vida privada añadieron intensidad a sus actuaciones cinematográficas. La carrera del actor reflejó tanto las posibilidades como las limitaciones del sistema de estrellas de la época dorada de Hollywood.
